Con la contraofensiva soviética cobrando fuerza, la situación del 2º batallón, al que pertenece Alberto, se vuelve cada vez más desesperada en el frente de Voljov. La cúpula militar alemana les asigna una tarea crucial: la defensa de estratégicas posiciones avanzadas, Posad y el monasterio de Otenski, ambas sitiadas por densos bosques y hostiles fuerzas enemigas.
Los suministros escasean, las comunicaciones se vuelven precarias y el enemigo está en todas partes. Enfrentarse a uno de los inviernos más fríos del siglo XX supone una prueba de resistencia física y mental, donde el frío cortante penetra hasta los huesos y las trincheras se convierten en tumbas heladas.
Pero incluso en medio del horror de la guerra, surgen momentos de camaradería y solidaridad. Alberto encuentra apoyo en sus compañeros, compartiendo risas en los breves momentos de calma y consolándose en los momentos más oscuros. Estas relaciones, forjadas en el fragor del combate, encuentra un resquicio de humanidad en un mundo destruido.
A medida que la batalla por Leningrado se intensifica, la destrucción y el sufrimiento deja una marca indeleble en su alma, cuestionándose si alguna vez podrá volver a ser el mismo después de tantas atrocidades. Alberto, que hasta entonces no había conocido la guerra ni la vida militar, sufrirá una transformación en la que se verá obligado a dejar atrás su inocencia. Cumplirá órdenes a las que nunca creyó tener que enfrentarse. Verá la muerte cara a cara en numerosas ocasiones. Será testigo del final trágico de amigos y compañeros.
Pero incluso en medio de la desolación, hay destellos de esperanza. Actos de valentía y sacrificio inspiran a Alberto y le recuerdan que, a pesar de las circunstancias desesperadas, aún hay lugar para la humanidad y el heroísmo. Con cada amanecer, se aferra a la esperanza de que algún día, la guerra llegará a su fin y podrá regresar a casa.