La Guerra Imjin fue la mayor y más sangrienta contienda del mundo en el siglo XVI. Sin embargo, de ella apenas llegaron a Europa ecos lejanos a través de misioneros jesuitas. Mientras los reinos de Europa occidental se enfrentaban unos contra otros en las Guerras de Religión, en Extremo Oriente el poderoso señor feudal japonés, Toyotomi Hideyoshi, acababa de completar la unificación de Japón. Y, deseoso de expandir su poder más allá de las fronteras niponas y de distraer hacia el exterior las fuerzas latentes de sus potenciales rivales, invadió la Corea de la dinastía Joseon. Así, la península coreana se convirtió en un campo de batalla en el que ejércitos con los que los gobernantes europeos solo podían soñar, de cientos de miles de hombres, se enfrentaron en una guerra de extrema violencia en la que se dirimió la hegemonía en Asia Oriental entre Japón y la China Ming, de la que Corea era vasalla y que acudió en su auxilio. Tras desembarcar en Busán en mayo de 1592, los ejércitos japoneses, curtidos en lustros de luchas intestinas y provistos de abundantes armas de fuego, barrieron con facilidad a las fuerzas coreanas, mal preparadas para enfrentarse a tan poderoso adversario, y ocuparon las capitales de Hanseong –actual Seúl– y Pyongyang. Su victoria parecía ineludible, pero dos factores la frustraron: la resistencia popular coreana, que convirtió la ocupación en una lucha constante contra bandas guerrilleras de campesinos y monjes, y la eficaz marina coreana, dirigida por el almirante Yi Sun-sin, que interrumpió el suministro desde Japón a las fuerzas invasoras. En enero de 1593, un poderoso ejército chino entró en Corea. Se avecinaba una lucha de titanes