A punto de caer la primavera, en mitad de la lluvia y entre el barro del frente italiano, se hallaba la ahora en ruinas y solitaria abadía de Montecassino, que seguía en manos alemanas. Después de que neozelandeses e indios se rompieran los dientes contra el frente alemán en febrero, las posiciones defensivas habían sido ocupadas por los paracaidistas de la 1.ª División de Fallschirmjäger, tropas de élite que habían demostrado su valía en Creta en 1941, así como en Ortona hacía apenas unos meses, y que a lo largo de las campañas de Túnez y Sicilia se habían ganado el sobrenombre de los Diablos Verdes, otorgado por sus enemigos anglosajones, dada su fiereza y capacidad de resistencia.
Para los aliados era imperativo atacar la línea Gustav, la cual partía en dos la península itálica al sur de Roma. Esto, como una estrategia para atraer hacia allí a la mayor cantidad posible de tropas alemanas, de cara al programado desembarco de Normandía. Y aún más importante, para aliviar la presión que estaba sufriendo la cabeza de playa de Anzio. No deja de ser irónico que la acción que debía facilitar la penetración de las defensas alemanas acabara necesitando ser rescatada por un asalto con pocas perspectivas de éxito. La batalla de Montecassino rugía, y la nueva intentona neozelandesa e india de mediados de marzo fracasó. La línea Gustav iba a resistir hasta el 12 de mayo, cuando los ejércitos aliados pudieron desencadenar un asalto general contra la misma, y no se rompería en Cassino, sino más al sur, en los montes Aurunci, merced a la experiencia en montaña de las tropas coloniales francesas. Poco después empezó la carrera hacia Roma, que se convirtió en primera plana el 5 de junio de 1944 para ser olvidada al día siguiente. La invasión de Europa había comenzado.