La concepción del hoy conocido como Jaime I el Conquistador fue, según relatan las crónicas, fruto de una artimaña para que su padre, el rey Pedro II, yaciera con la reina creyendo que lo hacía con su amante. De ese único encuentro nacería un hijo nunca querido por su padre, quien no tuvo reparos en entregarlo como rehén a uno de sus enemigos (Simón de Montfort). Y fue precisamente combatiendo a este enemigo como, a los pocos años, halló Pedro la muerte en el campo de batalla de Muret, durante la cruzada albigense. Se abría así un contexto de disputas nobiliarias y de lucha por el trono en el que la candidatura del pequeño Jaime –de apenas seis años– parecía la más débil de todas. Y, sin embargo, prevaleció, y llegó a reinar la sorprendente cifra de sesenta y tres años, en el curso de los cuales extendió espectacularmente las fronteras del reino con las conquistas nada menos que de las islas Baleares, de Valencia y de Murcia. Su largo y exitosísimo reinado le hizo digno del epíteto de “el Conquistador”, y marcó un antes y un después en la historia de la corona de Aragón.