Antes que por los vaqueros y la caballería estadounidense, la frontera del oeste norteamericano fue recorrida por soldados de cuera, ciboleros –cazadores de bisontes–, comancheros y tramperos españoles o novohispanos, también conocidos como dragones de cuera. En el siglo XVIII, el vasto territorio que se extendía desde las estribaciones meridionales de los montes Apalaches, en el norte de Florida, hasta la costa de California, pasando por el ancho Misisipi, las Grandes Llanuras, las Montañas Rocosas y el desierto de Sonora, constituía la más extensa de las fronteras de la Corona española. Se trataba de las llamadas Provincias Internas del virreinato de Nueva España, cuyos escasos habitantes, europeos, indígenas y mestizos, libraron en aquel siglo guerras sin fin contra los pueblos nativos que se resistían a la sedentarización, principalmente los aguerridos y temibles apaches y comanches. Una línea de presidios, guarnecida por los célebres soldados de cuera –así llamados por sus protecciones– funcionaba como defensa de los pueblos, villas y misiones de la frontera. La existencia no era sencilla en aquel territorio árido e inhóspito cuyos límites se desconocían, el Septentrión, en el que brillaron con nombre propio avezados soldados y exploradores como Juan Bautista de Anza, el irlandés Hugo O’Connor o el explorador y cartógrafo Bernardo de Miera y Pacheco. Nos adentramos, en este número, en la frontera norte novohispana para conocer cómo fueron las fricciones entre europeos e indígenas y la incierta existencia de los soldados, colonos, misioneros y aventureros que se encaminaron hacia allá.