Mientras en el Próximo Oriente egipcios, mitanios, hititas, asirios, babilonios y elamitas se disputaban la hegemonía, desencadenando conflictos coronados por batallas tan conocidas como Megido (1457 a. C.) o Qadesh (1274 a. C.), la Europa de la Edad del Bronce conocía también la violencia y la guerra. De la mano de una tupida red comercial construida sobre la redistribución de minerales para la elaboración de bronce (cobre y estaño) y de piezas manufacturadas en este metal, estrechamente interconectada con el Mediterráneo y el propio Oriente, las poblaciones europeas se jerarquizaron paulatinamente. Las ganancias obtenidas de este lucrativo comercio –en el que se imbricaron también otros productos, como el ámbar– no tardaron en alimentar el ansia predatoria y las ambiciones para ejercer su control entre unos y otros grupos. El surgimiento de élites armadas cada vez más especializadas, así como su encumbramiento como aristocracias heroicas y rectoras de sus sociedades fue en paralelo a una inevitable escalada de la conflictividad que dio lugar al fenómeno de la guerra en la Edad del Bronce en Europa. A la vez comerciantes, guerreros, gobernantes e, incluso, sacerdotes/chamanes y navegantes, estos combatientes dejaron como huella de su paso por la historia y de sus gestas espléndidas panoplias de bronce, estelas grabadas y, ocasionalmente, también sus cuerpos. Mudos testimonios de una era que fue forja de muchos de los mitos y leyendas de la Antigüedad –a la par que sentó las bases de las posteriores sociedades de la Edad del Hierro–, algunos de estos restos, como los documentados en el campo de batalla del río Tollense (ca. 1250 a. C.), nos hablan de una frenética actividad diplomática y militar –muy lejos de una supuesta era de paz– enfocada al dominio de lucrativas rutas mercantiles, por tierra y por mar, cuyos ecos y consecuencias llegarían a repercutir, incluso, en los lejanos palacios de Hattusa, Tebas o Micenas.