A partir del siglo XI se comenzó a hacer patente para las altas esferas de la Iglesia católica occidental que era necesaria una revisión de sus doctrinas y ritos, así como el acercamiento a los fieles, para dar mayor credibilidad a un proyecto ya muy desacreditado por los constantes excesos del clero y una fuerte dependencia de los poderes laicos. Pese a todo, los intentos reformistas de la Iglesia resultaron insuficientes, en tanto que procuraron afianzar unos intereses a menudo más materiales que espirituales. La contestación, tanto desde dentro como desde fuera, no tardó en materializarse. Respondiendo a aquellos estímulos, o sencillamente a remolque de una sociedad cada vez más urbana, versada e inquieta, se produjeron incontables disidencias que cuestionaban muchos de aquellos preceptos, en ocasiones abrazando la ortodoxia –como ocurrió con los franciscanos y dominicos–, y otras veces señalando las contradicciones de la Iglesia católica en abierto enfrentamiento, o bien defendiendo modelos más radicales de los ideales de la pobreza apostólica, cuya intención era vivir una vida más humilde y acorde con las enseñanzas de la vida de Cristo y los apóstoles. En mitad de una tormenta ideológica y espiritual sin precedentes, las sociedades medievales se movieron a menudo en un terreno pantanoso entre la heterodoxia y las herejías, una delgada línea que, una vez traspasada, trató de combatirse con desigual éxito mediante algunas respuestas tan contundentes como las cruzadas o el tribunal de la Inquisición.