2 de diciembre de 1805. Un sol resplandeciente deshace la niebla que sube de los arroyos y estanques situados entre la ciudad de Brünn y el pueblo de Austerlitz, y que pesa, plomiza, sobre decenas de miles de soldados franceses, rusos y austriacos dispuestos para la batalla. Los franceses, confortados por aquel sol de invierno, inician su avance sobre la meseta de Pratzen. Comienza la fase decisiva de una de los mayores y más trascendentales enfrentamientos de las Guerras Napoleónicas, la batalla de Austerlitz, también conocida como “la de los tres emperadores”: Napoleón Bonaparte, Alejandro I de Rusia y el sacro emperador Francisco II. Todo ellos observan a sus tropas, expectantes. El futuro de Europa está en juego. Para Bonaparte, que ha conducido a su formidable Grande Armée de las costas del canal de la Mancha hasta Moravia en cuatro meses, derrotando de paso a un ejército austriaco de 50 000 hombres en Ulm, es la ocasión de acabar de una vez por todas con la coalición urdida en su contra. Los aliados, superiores en número, confían en humillar la arrogancia del advenedizo corso. El desenlace es bien conocido: tras una lucha cruenta, la Grande Armée destruye el ejército de la coalición. Francisco II firma la paz y disuelve el Sacro Imperio, lo que pone fin a mil años de historia. Francia emerge como potencia hegemónica y árbitro de la política europea.