El apelativo de “siempre fiel isla de Cuba”, dedicado a la “perla de las Antillas”, fue sin duda excesivo. En 1868, mientras estallaba en España la Revolución Gloriosa, amplias capas de la sociedad isleña acumulaban décadas de agravio, desde los terratenientes de la región de Oriente, ignorada por las autoridades en favor del más rico y fértil Occidente, hasta los cientos de miles de esclavos de origen africano sometidos a durísimas condiciones de vida. El descontento desembocó en el Grito de Yara el 10 de octubre de 1868, que marcó el inicio de una lucha de diez años por la independencia de Cuba: la Guerra Grande. Guerra de guerrillas en la que unas pocas decenas de miles de mambises mantuvieron en jaque a fuerzas muy superiores merced a su conocimiento y adaptación al terreno de la isla, cubierto de bosques, montes y manigua, donde proliferaban enfermedades como la fiebre amarilla que diezmaban a los reclutas enviados desde la metrópoli, sumida, a su vez, en las crisis de la Revolución cantonal y la Tercera Guerra Carlista. Los sucesivos capitanes generales de la isla respondieron al desafío de los mambises con diversas estrategias, entre las que primaron la construcción de trochas fortificadas y las operaciones de pequeñas columnas que batían el agreste terreno isleño, en tanto que los independentistas, acaudillados por hábiles jefes como Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gómez y Antonio Maceo, centraban sus esfuerzos en devastar la economía azucarera de Cuba. La llegada en 1876 de Arsenio Martínez Campos, que combinó tácticas agresivas con indultos, inclinó la balanza del lado gubernamental. Cuba siguió siendo española tras la Guerra Grande, pero a un elevado precio.