A finales de 1943, mientras sus jefes supremos debatían una y otra vez sobre la pertinencia de la campaña italiana y mientras veían cómo las mejores unidades y los mandos más prestigiosos eran enviados al Reino Unido para prepararse para la “invasión de Europa”, los soldados aliados destacados en Italia sufrían kilómetro a kilómetro contra un enemigo tenaz, un clima insoportable y una orografía intransitable. Tras la victoria en Salerno a finales de septiembre, habían avanzado lentamente combatiendo contra las retaguardias y las demoliciones enemigas por ambas costas de la bota italiana. Primero hasta Nápoles y luego hasta el Volturno y hasta Térmoli, por llanuras inundadas y cumbres vertiginosas, para plantarse, en diciembre, ante las defensas más poderosas encontradas hasta la fecha: la línea Gustav, anclada en el pueblecito de Cassino y su antiquísima abadía benedictina. Durante la subsiguiente batalla de Montecassino, mientras las fuerzas multinacionales –británicos, estadounidenses, franceses e italianos primero, también neozelandeses, indios y polacos después– del Quinto Ejército del general Mark Clark trataban de romper el frente alemán desde las montañas del norte, a través del Rápido y hasta la desembocadura del Garellano, el monumento, situado en lo alto de la montaña, vigilaba a los soldados como si fuera un cíclope mitológico. Daba igual que los alemanes no se hubieran metido dentro o que fuera uno de los lugares culturales más importantes de Europa, el modo en que su mera amenaza desgastaba la moral de los soldados lo condenaba y la sentencia se cumplió a las 9.25 horas del 15 de febrero de 1944, cuando atacaron los primeros de doscientos veintinueve bombarderos pesados y medios que, tras soltar más de mil toneladas de bombas, dejaron la abadía hecha escombros.