De Leovigildo decía una fuente que “no dejó vivo a ningún enemigo con edad para mear en la pared”. Y es que este fue, posiblemente, el más poderoso y dinámico de cuantos reyes tuvo la monarquía visigoda. Su reinado destacó por la solidez que brindó a la institución que encabezaba, en detrimento de la autonomía de la nobleza. Destacó asimismo por la equiparación en derechos de godos e hispanorromanos, un proceso que su hijo Recaredo llevaría un paso más allá. Pero, por encima de todo, Leovigildo destacó por su infatigable labor militar, encaminada a ampliar las fronteras del reino a costa de sus vecinos. Por entonces existían en la Península numerosas comunidades independientes, como la de los sappos (en la moderna Zamora), los runcones (en Asturias), los aregentes (en Galicia), los cántabros, los vascones, la Oróspeda (en Jaén) o la propia ciudad de Córdoba y su territorio, y todas ellas fueron víctimas del expansionismo de este rey. Pero tampoco le tembló el pulso a la hora de enfrentarse a Estados de mayor entidad, como el reino de los suevos –que condujo a su aniquilación–, el de los francos merovingios o incluso contra el Imperio bizantino, saliendo airoso en todos estos escenarios. En los últimos años de su vida hubo de resistir una conjura liderada por su propio hijo, Hermenegildo, que reprimió ordenando la muerte de este, contrapunto trágico a una vida tan terrorífica como apasionante.