El año 68 d. C. el Imperio romano dio su primer gran traspiés desde el punto de vista institucional. Durante casi un siglo de estabilidad –desde que en torno al año 27 a. C. Augusto constituyese una firme autocracia en torno a su persona– la sucesión se había producido con sorprendente suavidad, siempre entre personas de la misma familia, miembros de la poderosa dinastía Julio-Claudia. Pero su último representante, el emperador Nerón, sufrió un golpe de Estado orquestado por la aristocracia y clases más pudientes, lo que abrió un espantoso periodo de inestabilidad y dio lugar a la tan temida guerra civil. De la noche a la mañana ya no se podía confiar en la legitimidad dinástica imperial, lo que dio lugar a un periodo de gran inestabilidad conocido como el año de los cuatro emperadores, en el que Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano, en lucha constante entre sí, se sucedieron en el trono. El reguero de sangre resultante fue terrible, y la anarquía política tuvo asimismo gravísimas repercusiones, al suscitar peligrosas rebeliones como la de los bátavos, en la desembocadura del Rin. Tras año y medio de intrigas, luchas de poder, espectaculares batallas e innumerables muertes, logró afianzarse en el poder Vespasiano, quien restauró finalmente la paz e instauró una nueva dinastía, la Flavia, que abriría una nueva etapa en la historia de Roma.