A lo largo del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX se condujeron cientos de exploraciones polares a las regiones árticas y antárticas. Eran los últimos confines de la Tierra que quedaban por conocer, y a ello multitud de Estados e iniciativas privadas se dedicaron con empeño y con mejor o peor suerte –muchas veces resultante de una desigual planificación o de las distintas posibilidades que ofrecían la tecnología y los conocimientos previos de cada momento–. Eran regiones heladas, infestadas de peligros y de frío extremo; lugares casi desprovistos de vida la mayor parte del año, lejos del calor del hogar. En condiciones tan extremas, el ser humano era capaz de lo mejor y lo peor. En sus frías latitudes, ya fuera en la infructuosa búsqueda de un mítico paso que conectara el Atlántico con el Pacífico por el norte de América o en el tremendo esfuerzo que supondría alcanzar los polos, perdieron la vida cientos de personas, se realizaron las mayores heroicidades, se produjeron los descubrimientos científicos más impactantes y se pusieron a prueba los límites de la supervivencia como nunca antes.