Tras una noche de juerga intensa, el amanecer del domingo 7 de diciembre de 1941 parecía traer la paz a Oahu, acunada por la brisa y por la música suave de la KGMB, la emisora de radio local. Comenzaba un día más en el paraíso. Dispuestos a disfrutarlo, algunos alquilaron avionetas Piper Cub para sobrevolar la isla y otros, como el joven Fred Kamaka, salieron a dar un paseo; y mientras los soldados y marineros de servicio se preparaban para la rutina diaria, algunos aún estaban tratando de arrancar unas horas más de sueño a la mañana. Ninguno sabía que la muerte estaba a punto de caer sobre ellos. ¡Tora, tora, tora! rugió el capitán de fragata Fuchida Mitsuo cuando las escuadrillas japonesas estaban a punto de internarse sobre la isla, y estas se dispersaron en busca de sus blancos. El primer ataque cayó sobre el aeródromo de Wheeler, donde los P-40 de caza esperaban alineados su destrucción, y luego le llegó el turno al puerto. ¡Ataque aéreo sobre Pearl Harbor, esto no es un simulacro! ordenó emitir el capitán de corbeta Logan Ramsey. Poco después, una inmensa explosión sacudió el flanco del acorazado Oklahoma y varias más se sucedieron sobre el West Virginia, eran los primeros peces disparados por los Nakajima B5N Kate torpederos, pronto caerían también las bombas mientras el Nevada, tocado de muerte, iniciaba la maniobra para ponerse en movimiento. Las explosiones destrozaron a marineros y oficiales por igual, con gravísimas quemaduras, trataron de escapar del infierno en que se habían convertido los barcos en los que vivían y servían, y solo era el primer ataque. Al final de la jornada Pearl Harbor deploraba la pérdida de 2400 muertos y más de un millar de heridos atestaban los hospitales, aquello había sido una infamia y, como tal la vivieron los Estados Unidos, un gigante dormido que acababa de ser despertado para entrar en guerra.