La agónica situación del reino latino de Jerusalén a finales del siglo XII inquietaba a la cristiandad. De no hacer nada, se perdería sin remedio ante el empuje de los ayubíes. El emperador alemán, Federico Barbarroja, movilizó una ingente masa de guerreros pero poco antes de alcanzar Tierra Santa él mismo moriría accidentalmente –ahogado– en un río de Anatolia. Con él desaparecía también la voluntad de sus hombres, que abandonaron la cruzada y regresaron a sus hogares. El testigo pasó entonces a otros monarcas: Felipe II de Francia y, sobre todo, el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León. A regañadientes el primero y resuelto el segundo, acudieron al rescate de sus correligionarios latinos. El objetivo de esta cruzada era reconquistar Jerusalén, recientemente perdida y ahora defendida por Saladino. Pero los líderes cruzados diferían en sus estrategias: mientras los franceses abogaban por tomar la gran urbe, los ingleses preferían consolidar el dominio de la costa antes de acudir al interior. Así comenzó una de las cruzadas con más posibilidades de éxito, quizás también, la más frágil, en la que se enfrentaron dos titanes de la guerra: Saladino y Ricardo Corazón de León, excepcional coyuntura que proporcionó a la historia algunos de los episodios más recordados, como la apocalíptica toma de Acre tras años de duro asedio o la espectacular batalla de Arsuf, brillantemente liderada por Ricardo. La cruzada estuvo, además, jalonada de cabalgadas, emboscadas, asaltos a caravanas e incluso el asesinato de uno de los principales líderes cruzados a manos de la secta nizarí –o de los asesinos–.