Cuando estalló la Primera Guerra Mundial el verano de 1914, todos los generales alemanes pusieron la mirada en Francia. Aquel era el enemigo que, según sus planes de guerra, debía ser derrotado primero, para luego poder volcar todas sus fuerzas a la destrucción del coloso ruso. Entretanto, ninguno quería mirar hacia atrás, por miedo a que de Prusia Oriental solo llegaran malas noticias, porque mientras el grueso de las fuerzas armadas alemanas destruía a los enemigos occidentales, una única formación, el Octavo Ejército, debía contener a la apisonadora del zar. A priori, era una misión sin esperanza. Superior en número, el Frente del Noroeste ruso debía de ser capaz de acabar con las tropas enemigas o, al menos, arrojarlas al otro lado del Vístula, en apenas unas semanas. Todo se torció cuando las carencias de los generales rusos chocaron con la habilidad maniobrera de los alemanes. Gumbinnen, Tannenberg y los lagos Masurianos fueron las tres batallas que marcaron la campaña de Prusia Oriental de 1914. Cuando el alto mando alemán dejó de mirar hacia Occidente y se volvió hacia el este, todo había sucedido al revés. Francia aguantaba, pero la apisonadora rusa había sido desbaratada por completo.