El 17 de septiembre de 1862 fue el día más sangriento de la historia de los Estados Unidos. En los ondulados prados y campos de cultivo y las estribaciones boscosas situados entre el río Potomac y uno de sus afluentes, el Antietam, al norte de la población de Sharpsburg, Maryland, se produjo una de las mayores batallas de la Guerra de Secesión. El Ejército de Virginia del Norte de Robert E. Lee, victorioso semanas atrás en la defensa de la capital de la Confederación, Richmond, llevó la guerra al Norte, a las puertas de Washington D. C., para tratar de darle un vuelco decisivo. Se lo impidió, aquella mañana de septiembre, el Ejército del Potomac del general George McClellan.
Aunque la batalla de Antietam quedó en tablas, sin saldo más concluyente que el de 22 000 bajas entre ambos bandos, el fracaso de la invasión confederada desencadenó un cambio decisivo en el rumbo de la historia de Norteamérica, pues el presidente Abraham Lincoln aprovechó su victoria estratégica para decretar la emancipación de todos los esclavos del Sur. No se trataba ya meramente de salvar la Unión, sino de otorgar un nuevo significado a las libertades estadounidenses.