La formidable armada aprestada en Lisboa por órdenes de Felipe II a principios de 1588 parecía destinada a lograr un triunfo de la magnitud de Lepanto, o al menos eso esperaba la Europa católica. Sosegadas las aguas del Mediterráneo con una tregua con el Imperio otomano que se prolongaría en el tiempo, la atención del Rey Prudente se desvió hacia el Atlántico con la revuelta flamenca y la incorporación de Portugal a la Monarquía Hispánica. La hegemonía se decidía desde las Azores hasta el mar del Norte en un conflicto latente en el que Inglaterra, que desde 1558 tenía una reina protestante, Isabel I, se erigió como potencia naval y comercial resuelta a contener el poder de Felipe II. A pesar de la planificación y la masiva movilización de hombres, barcos y recursos de toda Europa, el plan fraguado por el monarca hispano para conquistar Inglaterra adolecía de fallos críticos que impidieron su éxito. Sin embargo, lejos del fracaso decisivo con el que tradicionalmente se asoció la Gran Armada, esta no fue el final, sino el inicio de una pugna por el dominio de los océanos que llevaría a España a un desarrollo naval sin precedentes.