Cuando se hizo a la mar a finales de mayo de 1916, la Grand Fleet portaba consigo las seculares tradiciones adquiridas por la Royal Navy, pero también el pesado manto de la inactividad. La última gran batalla naval en la que habían participado los buques de la flota británica, Trafalgar, en 1805, tenía ya más de cien años de antigüedad. No era poca cosa porque, por aquel entonces, la Marina de guerra se había convertido en una ansiosa devoradora de recursos, necesarios para botar inmensas moles de acero erizadas de cañones. Esto era especialmente cierto en Alemania, un país sin tradición de guerra naval que había hecho un inmenso esfuerzo para poder disputar la supremacía, aunque solo fuera en el mar del Norte y en el Báltico, a los imbatidos británicos. Todo estaba a punto de ser posible. Aquel 31 de mayo de 1916, en plena Primera Guerra Mundial, la Grand Fleet y la Hochseeflotte del káiser Guillermo II chocarían en la batalla de Jutlandia. Esta es la historia que queremos desplegar ante nuestros lectores en este nuevo número de Desperta Ferro Contemporánea: por qué construyeron su flota los alemanes, cuáles fueron los juegos estratégicos que llevaron a todos aquellos buques a surcar el mar del Norte, dónde estuvieron los momentos más épicos y más decisivos de aquel inmenso duelo a cañonazos y hasta donde llegaron las consecuencias de la descomunal batalla de Jutlandia, que también fue el último gran encuentro entre acorazados de la historia.