El rey Pirro se creía, a la vez, un nuevo Aquiles y un nuevo Alejandro Magno, y ha llegado a nosotros como ejemplo de ambición desmesurada, una ambición que los éxitos no acababan de saciar jamás, suscitando, por el contrario, nuevas esperanzas. Si en el primer volumen que dedicamos a su persona (véase Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 43: Pirro (I) Un rey contra Roma) abarcábamos la horquilla de tiempo que dista desde su nacimiento hasta el fin de su primera campaña en Italia, en este segundo número tratamos los sucesos que distan desde ese momento hasta su muerte. Tomamos, pues, el testigo en el momento en el que el epirota embarca a sus tropas en dirección a Sicilia, en la ambición de coronarse rey de la isla por medio de las alianzas pero, sobre todo, por medio de las armas. Pero no acaban ahí las peripecias de nuestro rey, que poco después se aventura a una segunda invasión de Italia, y varias más en Grecia continental. Oiremos así hablar de batallas con los cartagineses y asedios durísimos (Lilibeo), enfrentamientos con piratas (mamertinos), batallas campales frente a las legiones romanas (Benevento), e incluso un asedio de la ciudad de Esparta donde se enfrenta a la valiente defensa que ofrecen sus mujeres y niños. Sin embargo, tras tanto guerrear y derramamiento de sangre, el legado de Pirro parece insustancial. Y es que, a decir de Plutarco, era "un jugador de dados que, pese a sus buenas tiradas, era, sin embargo, incapaz de sacar partido a sus jugadas" (Pirro XXVI.2). Un aventurero que, tarde o temprano, alcanzaría su ocaso.