Tras años de arduas exploraciones y con el beneplácito de Carlos I, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, dos veteranos conquistadores, emprendieron la conquista del Perú, la invasión del más extenso, poderoso y rico imperio precolombino, el de los incas, una sociedad compleja de grandes constructores que todavía unos años atrás se encontraba en fase expansiva, pero que, en vísperas de la conquista, se hallaba sumida en una guerra intestina entre dos hijos del último emperador, o inca, previo al contacto con los españoles, Atahualpa y Huáscar. No fue tanto la superioridad de las armas europeas como la crisis que vivía el Imperio inca lo que propició que un puñado de aventureros, muchos de ellos sin experiencia en conflictos fuera de las Indias, doblegasen a un Estado capaz de movilizar a decenas de miles de guerreros. A pesar de todo, la sorprendente victoria hispánica en Cajamarca (16 de noviembre de 1532), que se saldó con la captura de Atahualpa, fue solo el primer episodio de la conquista del Perú. Los incas estuvieron a punto de exterminar a los conquistadores en 1536, cuando se rebelaron bajo el liderazgo de Manco Inca, hermano de Atahualpa y de Huáscar. La amenaza del inca, atrincherado en Vilcabamba tras el fracaso de su asedio sobre Cuzco, no fue óbice para que Pizarro y Almagro se enzarzasen en una agria disputa por el botín que marcaría el inicio de una década de guerras civiles, primero entre los conquistadores y luego entre estos y los leales a la Corona, que se cobrarían la vida de sus principales protagonistas. La autoridad real no quedaría afianzada hasta el gobierno del virrey Francisco de Toledo (1569-1581), que establecería definitivamente la arquitectura organizativa del virreinato.