El siglo III d. C. fue testimonio de una gravísima crisis que afectó profundamente a las relaciones económicas sociales y políticas de un Imperio, el romano, que a punto estuvo de desaparecer por completo bajo el peso de las amenazas que se conjuraron para cernirse sobre él. Por lo mismo, es también un periodo de transición, y muy radical, hacia un modelo político muy diferente al que había existido hasta esa fecha. Fue una larga etapa de inestabilidad política que se plasmó en una gran cantidad de reinados breves, algunos de apenas días, que se sucedieron atropelladamente unos a otros a medida que determinados personajes -en su mayoría generales- trataban de usurpar el poder (la llamada anarquía militar). Estas querellas intestinas llegaron incluso, en un momento dado, a quebrar el Imperio en tres entidades: el Imperio Gálico, el Romano y el de Palmira. Al tiempo, las fronteras bullían con nuevos pueblos o Estados vecinos, más agresivos que antaño, como los godos o los persas sasánidas, que ponían a prueba las debilitadas defensas del Imperio. La legión romana en el siglo III d. C. tuvo que encarar todas estas amenazas y, contra todo pronóstico, salió finalmente vencedora. Roma sobrevivió, en efecto, pero al precio de convertirse en algo muy distinto a lo que había sido antaño.