No es la primera vez que nos fijamos en el Ejército español para hablar de un desastre. En la Guerra de Cuba de 1898 España perdió sus últimos territorios ultramarinos. Aquellos hechos causaron una honda conmoción en la sociedad de la época, pero a fin de cuentas se pudo hallar consuelo tanto en la distancia a la que se libró la guerra como en el poder del enemigo. No iba a suceder así en el desastre de Annual. En aquella ocasión los acontecimientos se desarrollaron justo al otro lado del Estrecho, literalmente, el “patio trasero” del país, y sin embargo nada se había podido hacer, ni para meter en cintura al mando militar y controlar su ambición excesiva, ni para desplegar un ejército acorde a las operaciones que se estaban ejecutando. Si la U. S. Navy había sido un oponente poderoso y moderno, no era tal la consideración que se tenía entonces de los rifeños, un pueblo africano, sometido a protectorado, díscolo y duro, sí, pero mucho menos avanzado, solo útil, y ese sería otro de los grandes errores del mando español, para ir en vanguardia y morir en lugar de los soldados peninsulares, que perdieron así el respeto de sus compañeros de armas que servían en la Policía Indígena y Regulares. Estos dos factores, entre otros muchos, convirtieron el derrumbe de la Comandancia de Melilla dirigida por Fernández Silvestre en un acontecimiento tan impactante como injustificable, que provocó una reacción mucho más encarnizada tanto al nivel de la guerra, en la que el país entero iba a volcarse, como en el seno del propio Gobierno y del Ejército, donde la depuración de responsabilidades fue mucho más intensa.