El 9 de agosto del año 378, el 1131 desde la fundación de Roma, la civilización romana padeció un descalabro de proporciones bíblicas. En la catastrófica batalla de Adrianópolis un emperador cayó en el campo de batalla, junto con dos tercios de su ejército. Como una plaga de langosta, hordas de innumerables invasores bárbaros -godos, alanos y hunos- se desparramaron impunemente por el Imperio, saqueando y destruyendo a su paso sin hallar oposición alguna. Pero, ¿cómo se pudo llegar a tal situación? ¿Cómo pudo un pueblo bárbaro, hambriento y mal armado, aplastar a la flor y nata del Ejército romano? ¿Fue un cúmulo de azarosas coincidencias o síntoma de la descomposición del Estado? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto fue este desastre un precedente de lo que sucedería tres cuartos de siglo más tarde, con la desaparición del Imperio romano de Occidente? Si a ese acontecimiento, a la caída de Roma, dedicamos el primer número de Desperta Ferro Antigua y Medieval, ahora, ocho años y cincuenta números después, abordamos otro desastre, el de la batalla de Adrianópolis, que sus contemporáneos percibieron con un carácter crucial. Tanto cristianos como paganos vieron cómo se resentía profundamente su fe en la solidez y eternidad de Roma, la aeternitas imperii, y de la trascendencia escatológica del momento dan testimonio las palabras de Ambrosio de Milán: in occasu saeculi summus, “vivimos el ocaso del mundo”. Asomémonos pues al abismo, hacia ese pozo que es el pasado, de aguas más oscuras según descendemos por la pendiente de los siglos, y que sin embargo pueden en su reflejo enseñarnos lecciones en tiempos de crisis migratorias y fines de época.