Si los asedios fueron una rara avis en las Guerras Napoleónicas, aquellos en los que los defensores resistieron a ultranza, contra viento y marea, lo fueron aún más. Es por ello que los Sitios de Zaragoza, a los que la capital aragonesa fue sometida, entre junio de 1808 y febrero de 1809 por la Grande Armée de Napoleón, han pasado a la historia y se han convertido en un hito de la Guerra de la Independencia. Zaragoza no era Stralsund, Almeida o Magdeburgo; en lugar de fortificaciones modernas de estilo Vauban, sus defensas se reducían a las tapias de antiguos conventos en las que fue necesario abrir aspilleras para los fusiles y la artillería. La ciudad tampoco disponía de un gran número de tropas regulares bien adiestradas; sus defensores, aunque numerosos, eran en gran medida los propios vecinos y paisanos de la región circundante que carecían de uniformes y entrenamiento, a los que se agregaron restos de unidades dispersas e incluso ancianos oficiales retirados que, en la hora de la necesidad, desempolvaron sus viejos uniformes. Estos defensores no contaban con un líder curtido; José de Palafox, un joven oficial de las Reales Guardias de Corps sin experiencia en combate, fue elegido por el pueblo enfervorizado para dirigir la defensa. Y, a pesar de todo, Zaragoza salió vencedora del primer sitio y, en el segundo, cuando Napoleón era dueño de Madrid y los ejércitos españoles habían sido diezmados, obligó a dos cuerpos de ejército franceses, que hubieran sido útiles en otros puntos, a librar durante dos meses, ante una plaza con defensas improvisadas y precarias, una de las luchas más atroces y agónicas de la época, "de casa en casa, de piso en piso, de aposento en aposento -en palabras del francés Rogniat-, exponiéndose a la explosión de las minas que los tragaban y abandonando las ruinas de la infortunada ciudad solo cuando se habían convertido en cementerio".