Los sucesos que afectaron al centro de Europa en 1683 fueron singulares. La invasión otomana de las tierras de los Habsburgo vieneses y el asedio de su capital han sido considerados, durante mucho tiempo, el clímax de un enfrentamiento atávico entre enemigos acérrimos. Sin embargo, el carácter único de la última gran empresa del Imperio otomano en Europa viene dado por su brutalidad y su ambición, precisamente, en un siglo en el que Viena y la Sublime Puerta prefirieron la diplomacia para resolver sus contenciosos. Por entonces, el Imperio turco, calificado como decadente de forma prematura, había recobrado su vigor gracias a las reformas de los grandes visires de la familia Köprülü, el más ambicioso de cuyos integrantes, Kara Mustafá, resolvió llevar la hegemonía turca al centro de Europa. El agónico sitio de Viena y su fulgurante desenlace en la masiva batalla de Kahlenberg con la llegada de un ejército de socorro acaudillado por Juan III Sobieski, rey de Polonia, marcaron un punto de inflexión: la derrota otomana puso fin al proyecto de los Köprülü; para los Habsburgo, la victoria marcó el inicio de la reconquista de Hungría merced a un nuevo espíritu de cruzada.