La historia de Polonia en los siglos XVIII y XIX es la crónica de un drama nacional. Lejos quedaba la gloria de aquel poderoso reino capaz de interferir en la elección de zares, de aquollos invencibles lanceros alados que liberaron Viena de los turcos cuando todo parecía perdido, de aquel influyente bastión del catolicismo y la cultura occidental en el este de Europa. Postrada a los pies de sus enemigos por las grietas de su caduco sistema político y la avaricia desmedida de sus propios aristócratas, y depredada una y otra vez por sus voraces vecinos, en 1795 Polonia era borrada del mapa de Europa. Sin embargo, la desaparición de un Estado polaco independiente no significó, ni mucho menos, la rendición de su indómito pueblo, para el que la figura de Napoleón, a pesar de las sucesivas decepciones y el doble juego del corso, encarnaría todas sus ansias de libertad nacional. Los soldados polacos combatirían a los enemigos de la patria desde las tórridas junglas de Santo Domingo hasta la gélida estepa de Rusia, pasando por los campos de batalla de Alemania, Italia, España, la propia Polonia, Francia o Bélgica, con tal fiereza que su fama, especialmente la de sus jinetes, quedaría tan grabada en la memoria de sus enemigos que se decía que el último sonido que se escuchó en Waterloo fue el de una corneta polaca que llamaba a una postrera y desesperada carga del Escuadrón del Elba, los supervivientes del ya inmortal 1er régiment de chevau-légers polonais de la Garde impériale, para proteger la huida de Napoleón, su emperador.