Hacia mediados del siglo IV a. C. el modelo político de la ciudad-estado griega mostraba claros signos de agotamiento y desintegración. La tendencia a la agrupación, en forma de ligas, confederaciones, sympoliteiai... parecía sugerir que en el futuro se configurarían entidades políticas de mayor tamaño, dominadas por un puñado de ciudades grandes frente a las pequeñas, estas últimas despojadas de gran parte o de toda autonomía. Sin embargo este sistema se mostró incapaz de aglutinar las ciudades bajo la autoridad de un solo Estado. Y es en este contexto en el que aparece Filipo II, rey de Macedonia, un país menor que hasta la fecha no había tenido apenas protagonismo en los asuntos de Grecia, y cuya pertenencia a la comunidad cultural griega no era del todo evidente. Hasta entonces los ejércitos de las ciudades griegas estaban formados por sus propios ciudadanos, que debían costearse su propio armamento, formando los célebres hoplitas. Por su parte, la modesta riqueza de los macedonios respecto a otras ciudades griegas había determinado que su ejército fuera escaso en número de hoplitas, puntal del poder de cualquier ciudad-estado del periodo. Por todo ello, nadie consideraba a Macedonia como un peligro ni como una amenaza para los Estados y ciudades griegas. Pero Filipo, haciendo del defecto virtud, armó a macedonios sin recursos a costa de las arcas públicas, al tiempo que aplicaba reformas importantes y revolucionarias en su panoplia y modo de combatir. Armado con este nuevo ejército, y aplicando una hábil política diplomática, Filipo fue capaz de imponerse y dominar al mundo griego, inaugurando con ello un nuevo periodo de la Historia.